UNA
HISTORIA MEDIOCRE
Carlos
Xavier Paredes Gorena
-
Muy
bien, escuche suficiente y fue mediocre.- Interrumpió
el viejo Mario con aire arrogante.
-
Pe,
Pero, aun no llegue a la mejor parte yo…- Daniel
hizo ademan de continuar su interpretación pero fue inútil, el maestro le daba
la espalda.
-
Guarda
ese pobre instrumento en su estuche y deposítalo en tu pupitre, ya sufrió
bastante por hoy.
Obedeció
y retomó a su posición en la fila de asientos.
Daniel
estaba molesto, podía adivinar lo que vendría a continuación. Una extensa
perorata carente de todo indicio de tacto sobre el cómo y porqué apestaba tanto
tocando la guitarra y el increíble talento del profesor cuando este tenía su
edad y sostenía una. Era predecible,
ocurría una vez a la semana en la clase de música.
Las
ególatras palabras del educando comenzaron a fluir como leche caliente de ubre
vacuna, a grandes chorros.
El
resto de la clase conocía muy bien la rutina, sabían que por lo menos duraría
veinte minutos. Tiempo perfecto para sacar los textos y estudiar sobre la
inútil guerra del pacifico que entraría en el examen de sociales y que
francamente les importaba un comino.
Daniel
suspiro hastiado, ojala sus camaradas le retribuyesen estos protocolares
sacrificios por lo menos devolviéndole los saludos. Posó su mirada amargada en
los obnubilados vidrios del aula, no era su día.
En
las calles, el clima acompañaba su suplicio. El roció primaveral, otrora dócil
y delicado había dado paso a copiosas gotas bulliciosas que amenazaba con
empapar a cualquier desprevenido. Los rayos lejanos fracturaban los cielos
abriendo paso a estruendosos truenos coléricos. Era la tercera lluvia de esa
estación, Daniel tenía el hábito de contarlas.
Dirigió
nuevamente la mirada al vanaglorioso parlanchín que tenia a unos metros y pronto
comprendió el verdadero alcance de la expresión “persona irritante”. El
profesor Mario era un individuo de estatura diminuta, tal vez con tres
centímetros menos se le considerase un enano. Tenía los ojos saltones cual
alimaña asustada y su boca amplia resguardaba unos dientes perfectos y blancos
de esos que tanto se añora en los comerciales de dentífricos. Llevaba un
pequeño bulto de carne por quijada y su nuca era apenas reconocible, parecía
que su cabeza y el resto de su cuerpo se unían sin necesidad de un cuello. Su
complexión regordeta sumada a su porte orgullosa le otorgaban una pintoresca
fachada napoleónica que complementaba con las abundantes greñas de lo que más
de uno se animaba a especular, era un peluquín de zorrilla muerta. Estaba
ataviado por una fina bufanda azulada que hacia juego con su saco negro, sus zapatos
negros, su corbata negra y según el músico mediocre en guitarra, su alma negra.
“Ese color no puede quedarle a todos”, farfullo Daniel para sus adentros.
-
…
Y es por eso que la música de Bolivia es tan menospreciada.-
Declaraba la “persona irritante” con un brazo levantado cual campeón romano.- Cuando yo tenía tu edad no malgastaba mi
tiempo con televisión, internet, videojuegos o sabe Dios que otro vicio
poseas.- Seguramente porque los científicos se devanaban los sesos
inventando la rueda, medito Daniel.- Mientras
tu generación pierde el tiempo con patinetas y Lady Ga Ga, la mía luchaba
contra los gobiernos fascistas de turno y sentaba las bases para la libertad
que ahora gozan todos ustedes.– Se silencio.- Además…- Reinicio desde un punto aleatorio.
Por
un momento lo había engañado, un monologo de diez minutos, imposible en la
clase de música. Daniel, que evitaba acérrimamente hablar en clases y cuando
malaya sea su suerte debía hacerlo no musitaba más que respuestas monosilábicas,
se preguntaba cómo era posible que algunos maestros hablasen tanto y en esencia
no dijesen nada. De seguro les encanta escuchar sus propias voces, cavilo,
probablemente son inconscientes de ello.
Al
parecer el profesor inicio la rutina que en clases bautizaban “el acecho”. Esto
consistía más u menos en que empezaba a rondar por las filas de pupitres con la
mirada en el techo obviamente sin dejar a un lado sus “iluminadas” palabras.
A
Daniel no le podía importar menos. Apestaba, nadie podía negarlo, su supuesta familia
se encargaba de recordárselo a diario, ¿Por qué en el colegio sería diferente?
La tonta guitarra que cargaba los martes cual féretro de infante fue un regalo
que le hizo su padre cuando tenía ocho años. Dos meses después se había largado
a Santa Cruz con una fulana abandonándole con su madre y sus pésimos gustos
maritales. Lo último que supo de su progenitor es que fue golpeado hasta ser dejado
en coma por una de las pandillas que pululan en esa ciudad. A Daniel no le
podía importar menos.
Nuevamente
clavo sus ojos en los vidrios empañados del aula. El espectáculo le parecía
jocoso. Montones de personas se aglomeraban bajo la protección de edificios con
boardillas. Otras tantas corrían desesperadas para alcanzar algún refugio
después de comprobar la ineficacia de los paraguas en ese tipo de tormentas.
Pero los vehículos, sonrió mientras los observaba, parecía que se la pasaban
mejor que nadie. Apropósito aceleraban en puntos estratégicos de la calle para
salpicar toda el agua inmunda que podían contener los charcos improvisados. La
respuesta de las víctimas eran predecibles gritos y maldiciones. Se lo
merecían, pensaba Daniel, no era lluvia acida, podrían caminar si tuviesen la
inteligencia y capacidad de ir pegados a las paredes, no era tan difícil,
incluso era divertido.
Soltó
una mueca al recordar la reverenda paliza que se había ganada la última vez que
llego empapado a casa. Tuvo que faltar tres días a clases para no levantar
sospechas en el profesorado, gloriosas mañanas que aprovecho vagabundeando al
otro lado de la ciudad, obviamente es un secreto que se llevara a la tumba.
Lo
cierto es que su padrastro es tremendo desgraciado. Poner algo de rock en la
radio es tan buena excusa como cualquiera para recibir un bofetón quiebra
mandíbulas, hace dos noches le había propinado un cabezazo por no lavar bien
una taza. Y pobre de que se atreviese a tocar una nota de la guitarra, le había
jurado por todos sus ancestros que se la rompería en la cabeza y Daniel sabía
que no bromeaba.
Su
hermanastro era otro villano, de menor calaña pero un villano de todas maneras.
Tenía 17 años, le llevaba con uno y creía que eso le daba el derecho a hacer
con él lo que quisiese. Cuando no estaba pegándole de patadas en su habitación
estaba humillándole en el patio del colegio. Era su torturador personal, Daniel
no sabía bien lo que había hecho para ganárselo pero había aprendido a lidiar
con ello. Quizá incluso le comprendía, cuando el nuevo padre no estaba
golpeando al nuevo hijo se distraía con el viejo, aquel tipo no discriminaba a
nadie.
Daniel
toleraba todo ese infierno a su manera. Siempre que nadie le prestara atención
estaba intentando dibujar, con poco éxito, a la bella joven de negro que lo
visitaba cada noche en sus sueños. Por las tardes visitaba frecuentemente la
biblioteca de la ciudad y leía sobre su gran pasión, la áfrica salvaje y sus
felinos. Después solía refugiarse bajo la protección que brinda el puente
Verdecio para practicar con las cuerdas y tal vez así apestar menos.
Recientemente había desarrollado un nuevo pasatiempo, husmear la terminal de
buses fantaseando con escabullirse en la cabina del equipaje y así escapar a
otra ciudad, un lugar lejos de su padrastro, hermanastro, la persona irritante
y un par de compañeros que gustan de insultarle.
Pero
luego pensaba en su madre. No le importaba lo mucho que le imprequen, golpeen o
torturen de cualquier manera, mientras nadie se metiese con su madre. Era todo
lo que le quedaba en este mundo. Si para permanecer a su lado debía tolerar el
mismísimo infierno y sus demonios Daniel lo aguantaría con gusto y aprendería a
lidiar con ello, como siempre había hecho desde que tiene uso de memoria.
Un
leve mareo le torno la vista borrosa y acelero el ritmo de su respiración.
Sintió un dolor punzante que surgió de su brazo y le recorrió el cuerpo con la
potencia de un shock eléctrico. Estuvo a punto de soltar un sollozo pero guardo
compostura mordisqueándose los labios hasta tornarlos rojizos.
-
Duele…-
Susurro en voz baja a nadie en especial.
Daniel
estaba seguro, ese malestar tenía un propósito y era fácil comprenderlo,
hacerle recordar aquello que se había propuesto olvidar. Tuvo que resignarse
ante tales exigencias.
Eran
las seis de la mañana y aun se encontraba en el mundo onírico manteniendo, como
ya era costumbre, una amena plática con la misteriosa joven de negro. Era
consciente que al despertar olvidaría todo cuanto dijesen, al menos al
principio eso solía molestarle muchísimo. Después de un tiempo había aprendido
a lidiar con ello, se contentaba con recordar su aroma y la belleza de su
rostro.
De
pronto un llanto le había espabilado a la vigilia, alejándole de su presencia.
Los sollozos provenían de la sala.
Observo
a su hermanastro en la cama contigua y no se sorprendió al comprobar que aun
dormía o disimulaba hacerlo, no podía arriesgarse a comprobarlo.
Se
levanto de su lecho dispuesto a encontrar respuestas.
Un
breve atisbo a la habitación conyugal le dejo estupefacto. Reconoció los
indicios de lo que seguro había sido tremenda riña. Objetos destrozados yacían
desperdigados en el suelo como arroz en un plato. Los había en grandes
variedades y tamaños; espejos rotos que traen siete años de mala suerte,
botellas de licor que exhumaban hedores dulces y agrios, retratos de los viejos
buenos tiempos y pequeños joyeros que uno regala a su madre el día de las
madres. No se trato de una simple disputa como tantas otras, ahí se había
suscitado la tercera guerra mundial y se maldijo por no haber participado. De
seguro el ruido del combate fue tremendo pero por alguna razón no lo suficiente
para despertarle.
Los
débiles sollozos volvieron a exigir su atención. Provenían de la sala.
Era
su madre, lo sabía perfectamente desde un principio, solo se negaba a
aceptarlo. Aquellos gemidos le estaban destrozando. Se habían tornado débiles
cual parloteo de rata pero tenían un efecto tanto o más potentes que aquellos
que lo despertaron. Cada uno era un tajo profundo en su pecho y decidió que ya
había recibido bastantes para una vida. Le necesitaba. Daniel se consideraba
muchas cosas, perdedor, estúpido, bazofia, mediocre, pero nunca un mal hijo y
era momento de probarlo.
Se
encamino a encontrarla.
Lo
que vio a continuación le desoló el corazón. Su mamá se encontraba sentada
tétricamente en la vieja silla de madera con un ojo hinchado y los labios
reventados. Daniel trago saliva amarga al reconocer lo que sostenía en una de
sus temblorosas manos, un cuchillo.
Su
instinto le disparo como un resorte y cuando se dio cuenta estaba a escasos
pasos de ella. La cercanía le permitió apreciar mejor sus heridas. Tenía varios
hematomas inflamados surcando las partes visibles de su cuerpo. Daniel estaba
seguro que había mucho más de lo mismo cubierto por su ropa. Como minas
desplegadas en un campo de batalla esas manchitas oscuras daban testimonio del
paso bélico enemigo. Ya le había golpeado antes, pero nunca de esa manera.
Le
llamo por su nombre pero ella no contesto. Tenía la mirada perdida en algún
punto de la pelea que había perdido hace horas. Daniel decidió ganar más
terreno y pronto se deshizo del espacio que les separaba.
Le
hablo nuevamente y nuevamente fue ignorado. Aproximo su mano a aquel vapuleado
rostro que había visto tiempos mejores y lo acaricio suavemente. Noto que
estaba igual de pegajoso que su desordenado cabello. Por el olor era obvio
deducir que había sido empapada por una botella de vino. Sus lágrimas, percato,
se habían secado tornándose en hileras finas y brillosas que surcaban su rostro
como las rajaduras de un sismo.
Frunció
el ceño al notar que sostenía el arma con mayor vehemencia. Debía arrebatársela
antes de que llegase a lastimarse, un buen hijo hace ese tipo de cosas.
Acerco
su mano a la navaja de manera cautelosa. Intento persuadirle para que la
soltara pero era inútil, ella no le escuchaba o si lo hacía no le importaba
nada de lo que él podía decirle.
Palpo
el frio metal de la cuchilla y lo rodeo con sus dedos. Luego, continúo
insistiendo.
Intento
hacerle entrar en razón con todo su arsenal imaginativo. Le prometió mejores
tiempos, le aseguro venganzas, le recordó viejas hazañas hasta que finalmente
la abrazo y susurro cosas alegres al oído. Pensaba que lo estaba consiguiendo,
el puñal estaba cediendo a sus sutiles empujones pero entonces noto su mirada.
Esos
ojos no podían ser suyos, le pareció perder la cordura. Ella le contemplaba con
ira insana, como si fuese su más grande enemigo, pensó Daniel. A estas alturas
aun no podía comprenderlo, siempre creyó ser un buen hijo pero obviamente se
había equivocado.
-
Es
tu culpa.- Le había dicho con voz fría y desalmada que
jamás hubiese imaginado que su tierna madre poseyese.- El volvería a amarme si desaparecieras de nuestras vidas.
No
recordaba muy bien lo que ocurrió a continuación, quizá lo bloqueaba de su
mente pues la pena que causaría hacerlo sería más fuerte que el dolor físico
que le aquejaba en ese momento.
Palpo
la enorme cortadura que serpenteaba en su brazo y percato que la venda
improvisada había fracasado en su tarea. No había que ser un genio para deducir
lo obvio, ese definitivamente no era su día.
Un
rayo fugaz volvió a exigir su atención a las ventanas. Pasaron varios segundos
y después minutos enteros mas no había ningún indicio del trueno que suele
acompañarlos en las tormentas. De seguro, creyó, solo se lo había imaginado.
Un
breve vistazo a las calles le mostro que se encontraban desérticas, al parecer
incluso los vehículos se guarnecían de semejante aluvión. La gente que otrora
se cubría bajo los pequeños tejados había desaparecido. Seguramente habían
descubierto como ir pegados a las paredes y se habían divertido en el proceso,
pensó.
Todos
estaban a salvo bajo un techo esperando que la lluvia amaine, todos salvo ella.
Daniel
se froto los ojos para evitar ser burlado por su mente pero no sirvió de nada. Se
paro del pupitre y aproximo al vidrio pero fue igual de inútil.
La
joven seguía inmóvil en el mismo lugar y parecía que la lluvia le era
indiferente. Estaba completamente seguro, era la misma chica que visitaba sus
sueños y aparentemente le devolvía la mirada.
-
Es
real.- Declaro con tono alegre al que quisiese
oírle. Tan real como el amor a primera vista, tan real como una cortadura
sangrante y dolorosa. La idea le dejo absorto.
-
¿Al
menos me estuvo prestando atención?- Musito Mario al
notar la actitud de su alumno descarriado.
-
¡Silencio!-
Ordeno Daniel aproximándose más a la ventana.
-
¡¿Está
usted demente?!- Bramo el pequeño Napoleón mientras
elevaba su tono vocal para ilustrar su indignación.
Su
musa le estaba saludando. Había levantado una mano mostrando su palma desnuda, en
su rostro se dibujaba una amigable sonrisa. Daniel le devolvió el saludo
apoyando su mano en la superficie fría del vidrio e hizo lo posible por corresponderle
la risa mas solo consiguió esbozar una excusa lastimera.
-
¿Lo
ven?- Farfullaba el maestro cada vez mas
colérico.- Esto es lo que ocurre cuando
son criados por gente irresponsable y sin valores.
Daniel
apenas notaba su presencia, tenía la mirada clavada en la hermosa chica de sus
sueños. Esta le correspondió llamándole coquetamente con un dedo.
Espabilo
al notar un frio golpe en la nuca. Al parecer el profesor había decidido
revivir lo de la enseñanza con sangre. Sostenía su regla de metal como
espadachín de Inglaterra preparado para cualquier contraataque enemigo. Aquel
semblante diminuto pero rudo le pareció muy jocoso.
Mario
amenazo con golpearle de nuevo si no volvía a su asiento.
Daniel
no le prestó más atención de la que merecía. Volvió la mirada al vidrio. Ella seguía
ahí, le esperaba y no quería hacerle perder más tiempo. Sintió una gran
angustia naciendo de su pecho, añoraba tanto conocerla despierto que dolía.
Lo
decidió de inmediato, ella estaba abajo y el arriba, un mero detalle técnico
que pronto solucionaría. Se encamino a su encuentro con premura. Sin estar
seguro del motivo cogió el féretro de infante y se dispuso a dejar atrás todo
lo que debía ser dejado atrás.
-
¡Deténgase
ahí!- Gruño
inútilmente Mario.- Son mediocres como
usted los que arruinan nuestro país…
-
Ya
somos dos.- Respondió Daniel dándole la espalda.- Si fuese tan gran músico como dice ser no
estaría aquí atorado conmigo ¿verdad?
No
hubo ninguna respuesta, de todas maneras no hubiese tenido tiempo para
esperarla.
Bajaba
los escalones del colegio a zancadas. Al principio lo hacía de dos en dos
gradas, después de unos segundos saltaba como mono poseído por espíritus
arcanos.
La
lluvia le recibió refrescando su piel y empapándole la ropa. Se sentía
masculino, vigoroso, invencible.
No
le asombro percatar que nadie seguía sus pasos. Con semejante tormenta quizás
él mismo seria elevado por un ventarrón o abatido por un rayo errante. No
obstante, no podía importarle menos. Caminaba erguido y gallardo cual caballero
orgulloso de proezas y heridas pasadas.
A
unos cuantos metros le esperaba su musa, corrió para alcanzarla.
Había
pasado menos de tres minutos a la intemperie y se encontraba empapado de pies a
cabeza. Ella, sin embargo, estaba tan inmaculadamente seca como cuando se le
presentaba en sueños.
La
observo por unos segundos, era hermosa. Tenía el cabello alborotado pero
peculiarmente elegante, su piel era tan blanca como el granizo y sus ojos eran
negros como la sombras. Llevaba los labios y parpados pintados de un sutil
color azabache que también hacia presencia en las uñas. Su vestimenta solo
consistía de una sudadera, pantalones ajustados y unas botas de cuero. Todo del
predominante color negruzco.
-
Hola
Daniel.- Le saludo ella con tono amistoso.- ¿Sabes quién soy verdad?
-
Así
es.- Respondió asombrado más no asustado.- En mis sueños teníamos el mismo tamaño.-
Recalco notando que le superaba con un par de centímetros.
-
Es
porque en ellos era la invitada y tu el anfitrión.-
Explico sonriente.
-
Creo
que entiendo.- Mintió descaradamente mientras se
rascaba la cabeza.
-
Bien,
veo que cumpliste tu promesa.- Declaro complacida.
-
¿Promesa?-
No tenía idea de que estaba hablando.
-
No
te culpo si no lo recuerdas.- Dijo afablemente ella.- Prometiste que para celebrar mi visita tocarías
la guitarra como alma poseída por el mismísimo Hendrix.- Sonaba a algo que
el diría, y una promesa es una promesa.
-
Bien.-
Hablo decidido.- Entonces acompáñame.
La
sujeto de la mano y le parecía acariciar terciopelo.
-
Espera.-
Le detuvo ella.- ¿Estás seguro que no
quieres permanecer junto a ellos?- Cuestiono apuntando al tercer piso de su
colegio.
Mario
y sus compañeros de clase le observaban aterrados gritando un montón de
sandeces inaudibles por la tempestad.
-
No.-
Respondió Daniel.
Apretó
su mano con más fuerza y empezó a jalarla consigo.
Recorrieron
las calles desérticas chapoteando en sus charcos hondos y pequeños, cruzando
por las mini cascadas que se forman de los tejados, abriendo las bocas con
vista al cielo para recibir sus favores. Corrían alegres y eufóricos.
Carcajeaban cada vez que un ciudadano les observaba indignado. Danzaban
alrededor de cualquier perro furibundo que les ladrase. Daniel estaba seguro,
ese era el momento más alegre de su miserable vida.
Las
risas fueron disminuyendo a medida que alcanzaban a su meta. Finalmente,
llegaron al puente Verdecio y descendieron por las gradas húmedas sin caer y
sin siquiera resbalar por su presura. Una vez abajo guardaron silencio
respetuoso.
Se
detuvieron frente a un sector protegido de la lluvia y se aproximaron a las
enormes galerías de concreto a modo de escalones. Daniel le presento el sitio
como su tarima e invito a su amiga a tomar asiento.
De
pronto sintió esas terribles nauseas y mareos que creía tan distantes. Su agudeza amenazó con tenderlo al piso pero
resistió. El espectáculo debe continuar, se dijo a sí mismo.
-
¿Estás
seguro que quieres hacer esto?- Pregunto su amiga con tono
preocupado.- La pasamos muy bien, no
tienes por qué seguir sufriendo.
-
Una
promesa es una promesa.- Respondió Daniel con una
sonrisa tenue.
Abrió
el cierre de la funda y saco su instrumento. Estaba algo húmedo pero brillante,
igual a él. Lo contemplo por unos segundos y le obsequio un pequeño beso
cariñoso.
-
Espero
que te guste, dicen que soy un músico mediocre pero pondré todo mi esfuerzo.
-
Estoy
segura que eres otro genio menospreciado.-
Contesto ella.
La
canción que eligió fue “Like a Rolling Stone” de Bob Dylan, uno de sus músicos
favoritos. Toco y canto con tal sentimiento que sonrojaría al músico
norteamericano y de seguro le rememoraría viejas glorias. Por primera vez
percato una armonía y conexión real con las cuerdas y cada nota que propiciaba
al tocarlas. Sus dedos se tornaron ligeros cual plumas facilitando los rasgados
más complicados. Los mareos y dolores que le aquejaban desaparecían con cada
frase que salía de su boca.
“¿CÓMO SE SIENTE?
¿CÓMO SE SIENTE?
AL ESTAR SOLO, AL ESTAR SIN UN HOGAR,
COMO UN COMPLETO DESCONOCIDO,
COMO UN VAGABUNDO”
¿CÓMO SE SIENTE?
AL ESTAR SOLO, AL ESTAR SIN UN HOGAR,
COMO UN COMPLETO DESCONOCIDO,
COMO UN VAGABUNDO”
Dibujo
una pequeña sonrisa al percatar las cálidas gotas que surgían de sus ojos.
Había pasado tanto tiempo creyéndose incapaz de llorar que al final había
acabado creyéndolo, ahora no estaba tan convencido.
Podría
haber interpretado el tema por siempre y para siempre más término después del
sexto minuto.
Agitado
y sudoroso, hizo una reverencia a su reducido público y se baño en sus
aplausos, el alimento de todo músico.
-
¡Fue
grandioso!- Le congratulo su amiga.
-
Pues
creo que en eso estoy de acuerdo.- Sonrió Daniel
apartando la falsa modestia.
-
No
solo la canción. - Añadió ella.- Todo en ti, eres una persona grandiosa, no puede existir otro adjetivo
para definirte.
-
Te
sorprendería cuantos difieren de eso.- Declaro
secándose disimuladamente las lagrimas con la solapa de la manga mientras
guardaba la guitarra.
-
Gracias
Daniel.- Se paró de su asiento y avanzo en su
dirección.- Gracias por una mañana
hermosa.
-
De
nada.- Camino a su encuentro.- Fue el momento más alegre de mi vida.
Ella
se aparto el cabello del rostro y le miro entristecida.
-
¿Es
hora verdad?- Cuestiono Daniel sabiendo la respuesta.
Callaron
por un minuto que a él le pareció una vida.
-
¿Estás
listo? - Pregunto finalmente ella.
-
Si.-
Contesto resignado.
-
Cierra
los ojos y piensa en algo hermoso.
Daniel
obedeció, pensó en ella.
-
¿Va
a dolerme? – Era curiosidad más que verdadero miedo.
-
No.-
Le calmo Muerte.- Soy
dulce con la gente dulce.
Sintió sus delicados dedos
rozando su nuca húmeda y pudo apreciar su aroma con mayor detalle, olía a
canela. Sus labios tiernos besaron los suyos y entonces, entonces supo que la
amaba.
Daniel
Márquez fue hallado sin vida esa misma mañana. Al parecer se habría desangrado
hasta morir por un corte en el brazo que se extendía hasta su muñeca.
Su
maestro, Mario Mercado, dio parte a las autoridades al percatar la sangre en
una ventana que el fallecido había tocado antes de escapar del colegio. Los
oficiales encontraron su cadáver bajo el puente Verdecio justo antes de que la lluvia cesase.
Afirman
que murió sonriendo.
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